Una seguidora de Joe Biden se manifiesta a favor del candidato demócrata, en Miami, este domingo. David Santiago / AP
El trabajo del reportero suele ser bastante tonto. En muchas ocasiones consiste en andar por ahí, mirar lo que pasa y hacer preguntas a desconocidos. Pongámonos en un domingo por la mañana, en una sede municipal estadounidense. La de Miami Beach, Florida, porque al reportero le queda más a mano. Llueve, como casi cada día últimamente. Hay poca afluencia entre ocho y nueve. La gente llega en coche, aparca, corre entre charcos hacia el edificio, vota y corre de regreso a su vehículo.
A ninguno le apetece detenerse a charlar con un tipo enmascarado de acento extraño. Pero alguno concede un minuto. Lo curioso del asunto es que nadie, nadie, menciona a Joe Biden. Solamente se habla de Donald Trump. En este caso, mayormente en contra. Furiosamente en contra. Uno concluye que lo que está desarrollándose, más que unas elecciones, es un referéndum sobre la figura más divisiva y polémica del mundo.
En realidad, lo que va a ocurrir el próximo 3 de noviembre ha ocurrido ya. Ocurre que aún no lo sabemos.
USA Elections Project, un organismo independiente, estima que este año votarán unos 150 millones de electores. Eso supone el 65% del electorado. Si la previsión se cumple, será la mayor participación en más de un siglo. Al menos en ese sentido, resulta innegable que Trump está propiciando una formidable movilización democrática. Según la contabilidad del organismo citado hace unas líneas, a día de hoy han votado más de 50 millones de estadounidenses, a través de las urnas abiertas en bibliotecas públicas y ayuntamientos o mediante el correo. O sea, han sido emitidos más de un tercio de los votos. Con ese porcentaje es posible concluir que las elecciones tienen ya un ganador. Pero hay que esperar hasta el día 3 (o hasta mucho más tarde, si los resultados son ajustados y se abre una batalla legal) para que se realice el recuento y se sepa quién vivirá en la Casa Blanca los próximos cuatro años.
En general, todo presidente que se presenta a la reelección plantea a sus conciudadanos una cierta forma de referéndum. Ya se sabe lo que puede y no puede hacer. Se le aprueba o desaprueba. En esta ocasión, sin embargo, como en casi cualquier asunto relacionado con Trump, la aprobación o desaprobación alcanza extremos cercanos a la histeria. El magnate neoyorquino provoca odios feroces o entusiasmos delirantes. El domingo por la mañana, en la sede electoral de Miami Beach, se percibía mucho más de lo primero. A una pregunta inocua, del tipo “¿cuál espera que sea el resultado?”, una señora respondió que había que “expulsar a la bestia”. Un hombre joven que apenas se detuvo se definió como “anti-Trump”. Otro hombre, de más edad, fue relativamente hermético y se limitó a decir que esperaba “un resultado claro y sin polémicas”.
El reportero almorzó con un viejo amigo, directivo en una importante empresa de televisión. El directivo pronunció la palabra “referéndum”. Más tarde conversó por teléfono con una vieja amiga, periodista prestigiosa. La periodista pronunció la palabra “referéndum”. Uno tiene la sensación de que, al menos hasta que se conozca el resultado, estas elecciones no tienen dos protagonistas, sino uno. El actual presidente.
Salvo entre los trumpistas furibundos, en general se reconoce que Joe Biden es un buen tipo. No mucho más. Hay quien le critica por ser un veterano en el “politiqueo de Washington” (como si los políticos aficionados fueran mejores que los profesionales) y algunos le ven, a sus 77 años, demasiado viejo para la presidencia (Ronald Reagan terminó su segundo mandato a los 79 y parecía un carcamal), pero no provoca tanta polarización como anteriores candidatos demócratas. Barack Obama (uy, es negro) ganó. Hillary Clinton (uy, es Hillary) perdió. Ambos suscitaban amor u odio.
Joe Biden, ese hombre apacible con vestigios de su tartamudez juvenil, evoca de alguna forma al hombre que en el año 54 fue nombrado emperador de Roma por la guardia pretoriana. Aquel hombre, Claudio, también era tartamudo. Su gran mérito consistía en no ser Calígula.
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