La elección en Estados Unidos

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Para la democracia es clave, crucial, que los candidatos que pierdan acepten su derrota”, escribió el gran pensador Adam Przeworski. Lo he citado en este espacio con frecuencia, y lo quiero volver a citar, porque nos recuerda que la concesión de la derrota es una pieza esencial en los comicios. Con ella concluye un proceso sumamente desgastante, que divide al pueblo: la elección, y comienza otro proceso, igualmente importante, que suma de nuevo a los ciudadanos tras la división: la formación de un gobierno para todos. La concesión de la derrota es, en particular, uno de los rituales más importantes de la democracia en Estados Unidos. Algo que engrandece, también, al perdedor. Me inclino ante la majestad de nuestro sistema democrático, dijo George Bush al perder la elección contra Bill Clinton. Debemos unirnos detrás de nuestro futuro presidente, afirmó Al Gore al aceptar el triunfo de George W. Bush. La concesión de la derrota, en la noche de la elección, es algo que seguramente no veremos este 4 de noviembre, cuando Trump enfrente a Joe Biden. “La fea elección en Estados Unidos”, es el título (insólito) de la portada del Economist. “¿Qué tan mal puede acabar?”.

En Estados Unidos, el presidente es electo por un colegio electoral, constituido por 538 electores que representan a los 50 estados, más la capital, donde el ganador del voto popular en cada estado es acreedor al voto electoral —es decir, a todos los votos que le corresponden al estado, los cuales están determinados por su población. El objeto del sistema es crear un mandato claro, incluso si la diferencia entre los candidatos resulta insignificante. Refleja la autonomía que históricamente han reivindicado los estados de la Unión. Aunque también permite —como ya sucedió en la historia del país: en 1824, 1876 y 1888, y de nuevo en 2000 y 2016— la posibilidad de ganar el voto popular y perder el voto electoral, necesario para ganar la Presidencia.

En 2016, Trump atentó sistemáticamente contra la credibilidad de la democracia en Estados Unidos. Ni él ni sus seguidores estaban dispuestos a conceder la derrota, en caso de perder: apenas uno de cada tres decía tener confianza en que serían limpias las elecciones, según una encuesta de Associated Press. En 2020, Trump ha vuelto a poner en duda la credibilidad de la democracia en su país. “La única manera en que podríamos perder esta elección es con un fraude”, dijo hace unos días, a pesar de tener todas las encuestas en contra. Sus ataques han estado dirigidos, en particular, contra el voto por correo (“nos llevará”, dijo en un tuit, “a la ELECCIÓN MAS CORRUPTA en la Historia de nuestra Nación”). Sus ataques al sistema de correos, en un momento en que muchos piensan votar así, a causa de la pandemia, resultan comprensibles a la luz de una encuesta de YouGov: serán emitidos por correo alrededor de la mitad de los votos a favor de Biden (y tan solo una quinta parte de los votos a favor de Trump). El presidente no norma su conducta con valores democráticos, ni está restringido por su propio partido, y la sociedad está polarizada y enfrentada, incluso en grupos armados, con un número muy alto de gente de todas las ideas que tiene dudas sobre la integridad de la elección. Muy mal.

Investigador de la UNAM (Cialc)

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