La cuestión está clarísima, aunque nadie en la órbita del lopezobradorismo se atreva a plantearla con claridad en público: el presidente ya se montó en su macho. Es cierto que él no lo designó, pero vaya que lo ha apoyado. Mucha gente en Morena entiende que las acusaciones de acoso y abuso sexual en contra de Salgado son gravísimas, que su candidatura es ofensiva e inaceptable. Y que, incluso si su popularidad entre los guerrerenses o el espaldarazo de López Obrador le alcanzan para ganar a pesar del escándalo (la encuesta de BGC así lo sugiere), el costo de mantenerlo en la boleta puede ser muy alto. Tanto moral como electoralmente, abre un amplio flanco de vulnerabilidad.
No es que el presidente no lo entienda, o que haga falta explicarle. Como escribió el politólogo Juan Fernando Ibarra hace unos días, “esa ignorancia fingida es un gesto grotesco, pero con claro olfato populista”: tal vez el presidente “está convencido de que la agenda de derechos es una exquisitez pequeñoburguesa y cree que la mayoría de los mexicanos piensan lo mismo. Es desolador pensar que quizá tenga razón”. Si la tiene, no es una buena noticia para la identidad de Morena como opción de izquierda ni para quienes desde sus filas buscan impulsar agendas de género. Si no la tiene, el problema es que el precio de ese gesto no lo pagará él solo, lo pagará también su partido.
Como sea, las protestas que ha provocado la candidatura de Salgado, al interior y por fuera de Morena, no son “politiquería” ni mero “golpeteo” de coyuntura. Son expresión de una problemática mucho más profunda, se inscriben en un contexto de exigencia más amplio y son parte de un impulso activista de más largo aliento. En principio, el movimiento de las mujeres no es un movimiento anti-AMLO. Sin embargo, a fuerza de responderles como si lo fueran –de rechazar sus diagnósticos, descalificar sus ideas o poner en entredicho sus motivaciones–, el presidente parece empeñado en colocarse una y otra vez del lado contrario al de su lucha.






